
Durante gran parte de la historia arquitectónica moderna, las imágenes han funcionado como herramientas interpretativas en lugar de registros literales. Los renderizados, dibujos y visuales de concursos se entendían tradicionalmente como instrumentos especulativos, ofreciendo atmósferas, intenciones y futuros posibles en lugar de realidades fijas. Esta ambigüedad permitió a los arquitectos y arquitectas comunicar ideas que aún estaban en formación, y dio forma a una cultura visual en la que la representación se valoraba tanto por su calidad sugestiva como por su precisión.
En los últimos años, esta relación de larga data comenzó a cambiar. Las imágenes arquitectónicas no solo se volvieron más refinadas o avanzadas tecnológicamente; adquirieron un nuevo significado social e institucional. A medida que las imágenes se movían más allá de contextos profesionales y entraban en una circulación pública más amplia, su papel se expandió. Ya no eran solo métodos de comunicación dentro de la disciplina, sino también objetos de interpretación pública, discusión y, en ocasiones, disputa. Esto marcó un cambio sutil pero importante en cómo se entendían y utilizaban los elementos visuales arquitectónicos.


