
El juego trasciende su dimensión recreativa y se convierte en un acto social que anima a los niños a aprender, interactuar, ser creativos y vincularse con su entorno espacial. Como señala Johan Huizinga en Homo Ludens, es un elemento fundamental de la cultura, donde los niños crean vínculos y exploran formas de coexistencia. De este modo, cuando la arquitectura de los espacios de juego excluye ciertos cuerpos o modos de participación, la experiencia colectiva se fragmenta y pierde parte de su significado. Así, diseñar con la inclusión en mente implica reconocer que el valor real del juego reside en su potencial de ser compartido por todos.




