
En las comunidades indígenas de América del Sur, el lugar del niño es donde él desea estar. Los bebés gatean por el suelo de tierra, se acercan a las fogatas, investigan hormigueros, experimentan el mundo con todo su cuerpo. Aprenden sintiendo: descubren límites, reconocen peligros y recogen lecciones que ningún manual podría enseñar. En el escenario urbano, por otro lado, los niños suelen estar contenidos en espacios pensados para adultos, llenos de reglas que, aunque bien intencionadas, a menudo los alejan de experiencias vitales. Ante estas diferencias culturales, no nos corresponde juzgar cuál modelo es mejor, sino, más bien, percibir que, cuando culturas diferentes se observan, siempre hay espacio para aprender.
En el ámbito arquitectónico, esta infancia vivida con rara libertad de tiempo y espacio invita a repensar la forma en que moldeamos nuestro cotidiano: ¿por qué limitar la exploración espontánea de los niños en ambientes controlados? ¿por qué crear barreras físicas y simbólicas entre ellos y el mundo natural? Y, sobre todo, ¿cómo la arquitectura contemporánea podría romper este paradigma e, inspirada por el niño indígena, crear espacios que devuelvan a la infancia su dimensión más salvaje, curiosa y plena?


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