
Contar una obra de arquitectura es siempre un desafío. Las imágenes de un proyecto, por más acertadas o espectaculares que sean, muchas veces dejan fuera de la vista todo el proceso que las hizo posibles. El registro de esos procesos —la "cocina" arquitectónica— es, sin duda, una parte fundamental de cualquier obra. Y lo es aún más cuando tanto el proyecto como su metodología de ejecución se alejan de las formas convencionales. Este es el caso de la obra construida por Susana, encargada de una finca sin experiencia previa en construcción, que asumió el encargo y lo llevó a cabo por su cuenta, guiada únicamente por las instrucciones que el arquitecto del proyecto, Manuel Ocaña, le enviaba por WhatsApp.
El proyecto consistió en la reforma de una nave de 60 m² en desuso, ubicada en una finca a unas dos horas de Madrid. El objetivo era transformarla en un espacio de encuentro para una familia, un lugar al que realmente dieran ganas de ir. Ese proceso, con todas sus particularidades, quedó plasmado en lo que Ocaña llama su "novela técnica": ¡Oh, Susana!.
1. La obra la ejecutará Susana. Sin prisas y sin ayuda.
2. Se utilizarán materiales disponibles a menos de quince minutos conduciendo.
3. No habrá visitas presenciales de obra ni un proyecto previo. La comunicación será exclusivamente por WhatsApp.

Del resultado final hay imágenes, por supuesto —como en cualquier proyecto arquitectónico—, pero el libro se centra sobre todo en contar una historia de ilusión y trabajo, en reivindicar la humanidad de quienes construyen y en destacar la importancia de la comunicación: todo aquello que tantas veces queda fuera del foco. Ocaña combina su práctica profesional como arquitecto y constructor con una trayectoria docente en instituciones como la ETSAM, la Universidad Europea, IE University, la Universidad de Alicante y la PUCP en Lima. Representó a España en la Bienal de Arquitectura de Venecia de 2014 y fue comisario del Pabellón Español en 2022 con el proyecto FOODSCAPES. Entre sus obras destacan el Centro Geriátrico Santa Rita en Ciudadela, Ocaña de España y la rehabilitación de la antigua estación de Benalúa como sede de Casa Mediterráneo.
Una cierta distancia crítica con la academia llevó a Ocaña a escribir ¡Oh, Susana!, un relato que, a partir de un pequeño proyecto de reforma, despliega ideas sobre el oficio del arquitecto y la dimensión humana de la creatividad: el diálogo, la negociación, la escucha, la intuición y el hacer. En esta conversación, profundizamos junto al autor en el proceso detrás del libro y en los aspectos universales de la arquitectura que se revelan a través de esta historia: una invitación a repensar cómo hacemos, aprendemos y miramos.

ArchDaily (AD): Dirigir una obra solo por WhatsApp a alguien sin experiencia parece contradecir los procesos habituales en la arquitectura tradicional. ¿Qué fue lo que te llevó a aceptar un encargo con condiciones tan inusuales? ¿Fue algo acordado desde el inicio o una decisión personal para experimentar?
Manuel Ocaña (MO): Acepté este encargo porque, desde hace ya más de quince años, mi trabajo ha estado marcado por una actitud de riesgo y experimentación. En 2007, el Colegio de Arquitectos publicó una monografía sobre mi obra titulada Risky Business. En ella ya se mostraban proyectos con planteamientos poco convencionales.
Considero que existen dos tipos de personas: las que adoptan una actitud lúdica y las que no. No me refiero al juego en sentido literal, sino como una postura frente al trabajo y la vida. Ambas son válidas, pero desde siempre he pertenecido al primer grupo. Con la experiencia y la madurez, la manera de jugar cambia: se procura hacerlo con mayor prudencia, elegancia y responsabilidad, evitando que el juego perjudique a otros. En este proyecto, la intención fue realizar un buen trabajo y disfrutar del proceso; el libro fue una forma más de continuar con esa actitud lúdica.
¡Oh, Susana! surgió de la necesidad de condensar años de trabajo y reflexión. Ese fue el ejercicio: darme cuenta de que, al final, muchas personas trabajamos así, y creo que por eso mucha gente puede sentirse identificada con el libro. Es algo muy universal: querer hacer las cosas bien, jugar con ellas, inventarse una historia y volver a inventarla. Es un proceso constante que a veces no sabes bien a dónde te lleva, pero disfrutas el viaje. El libro organizó y resumió esa manera de trabajar, de disfrutar del trabajo y otorgar sentido a cada tarea, por más rutinaria o burocrática que sea.

AD: ¿Cómo se definieron las condiciones particulares para la ejecución y dirección de la obra, teniendo en cuenta las limitaciones y la forma poco convencional en que se llevó adelante el proyecto?
MO: Las condiciones surgieron en función del contexto. En este caso, fue la propia clienta quien propuso a Susana, probablemente como una decisión espontánea, y además aceptó que yo no pudiera visitar la obra porque eso habría encarecido demasiado el proyecto para ella. Tampoco había prisa en la ejecución, así que esas fueron las condiciones que se establecieron. Los clientes suelen tener claridad sobre lo que desean, y si aceptaron esta propuesta con estas condiciones fue porque entendieron que debía llevarse a cabo de esa manera.
Es importante aclarar que este procedimiento no fue un ejercicio pedagógico ni una relación docente; no se trató de un enfoque Pigmalión en el sentido clásico, sino más bien de una relación horizontal. Susana fue quien proponía y guiaba en el proceso. Con respeto y apertura, exploramos diversas opciones que se fueron conectando de manera progresiva que desencadenaron el relato.
En cuanto a la publicación del proyecto, tampoco podía presentarse de forma convencional. Aunque el resultado final tiene su valor, no era el aspecto principal o más interesante. Por ello, opté por plasmarlo en un libro, que se convirtió en un acto de síntesis y reflexión, un esfuerzo por condensar en unas páginas un pensamiento universal estructurado a partir de esta experiencia.

AD: ¿Has sentido algún riesgo al trabajar sin planos detallados previos ni un equipo conocido de confianza?
MO: No percibí un riesgo significativo, porque el planteo me permitía concentrarme en lo esencial. En lugar de verlo como un riesgo, pensé que, en caso de no resultar, podría encontrar la solución posteriormente, pero valía la pena explorar qué sucedía. Al comenzar el proyecto, no tenía claro cómo se desarrollaría el proyecto ni contemplaba la posibilidad de escribir un libro sobre él. Simplemente fui avanzando y observando la evolución.
Los planos y dibujos técnicos muchas veces están dirigidos más a otros arquitectos que a quienes ejecutan la obra. Su función real es transmitir una idea que pueda concretarse en la realidad, pero para ello debe ser clara y precisa. Cuando se incluyen detalles excesivamente complejos, se convierte en una carga burocrática innecesaria. En ocasiones, he recibido trabajos con numerosos planos saturados de información que no aportan claridad. Frente a esto, prefiero simplificar y realizar dibujos básicos que puedan entender los oficios, evitando generar confusión. El exceso de planos puede complicar y dificultar la ejecución.
AD: En tu obra, ¿qué lugar ocupa esa forma de trabajar más flexible, adaptando sobre la marcha, frente a un método más tradicional de procesos definidos?
MO: Creo que casi siempre ha sido así. A veces parto de un esquema, y en obras grandes he hecho planos que luego fui modificando, según cómo evolucionaba el proyecto. Pero lo que nunca se puede hacer es imponer por la fuerza. Primero, por respeto a las personas. Y segundo, porque asumir una obra con esa actitud la vuelve inviable. Hay un equipo y agentes asignados: no se puede imponer unilateralmente. El libro también habla de eso: de las relaciones de poder. Son de lo más tóxico, ya sea porque uno paga, porque el arquitecto se cree superior al albañil o por el ego. Romper con eso me parece fundamental.

AD: En el relato de la reforma, el rol de Susana y, en general, de quienes trabajan en obra, queda claramente reivindicado. ¿Cómo ves esa importancia dentro de tu forma de trabajar?
MO: La arquitectura o la ingeniería tienen algo muy particular, y es que implican mucha violencia física. Se manejan muchos pesos, mucho sudor, mucho cuerpo, mucho trabajo físico. Por eso, es justamente ahí donde hay que tener muchísimo cuidado, porque la responsabilidad es enorme. No solo por las vidas que pueden estar en juego, sino también por el peso literal de las cosas. En cualquier obra, por pequeña que sea, pasan decenas de personas, gente que trabaja.
Yo terminé enfocándome más en los trabajadores de la construcción. Cuando eres líder de un grupo, por tu experiencia, te toca asumir el rol de educador, ya sea como profesor o arquitecto, y eso implica contagiar ilusión. Si no estás ilusionado, no puedes enseñar ni compartir conocimiento. Sin ilusión ni compromiso, no hay forma de contagiar a quienes estás enseñando; esto aplica tanto con los estudiantes como con la gente que trabaja en la obra.
AD: En el libro hablas de proyectos directos e inversos. ¿Hay proyectos que admiten más problemas inversos que directos?
MO: Esto viene de la física. El "problema directo" es aquel que puedes resolver aplicando una fórmula: eres experto en un tema, tienes una ecuación, y con eso llegas a una solución clara. En cambio, el "problema inverso" también proviene de la física, pero funciona de otra manera: se va resolviendo a medida que aparecen los datos, muchas veces a través de la experimentación. Ambos enfoques son válidos. Las fórmulas pueden ser muy útiles, pero hay situaciones que requieren otro tipo de lógica.
En ¡Oh, Susana! hablo precisamente de esto: de cómo muchas veces en arquitectura —y especialmente en urbanismo o educación— no puedes resolver las cosas con una fórmula cerrada, porque el contexto cambia constantemente. Los planes urbanísticos, por ejemplo, suelen pensarse como problemas directos: se diseñan a largo plazo, con una idea clara de lo que debería ocurrir. Pero entre que se proyectan, se tramitan y se ejecutan, muchas veces todo ya ha cambiado. En cambio, las ciudades que han crecido de manera más orgánica son ejemplos de proyectos inversos: se han ido desarrollando según las necesidades reales del momento.
Eso no quiere decir que todo proyecto inverso sea bueno ni que todo directo sea malo. Un enfoque inverso también puede fallar, dependiendo de cómo se interpreten los datos. Pero al menos parte de la realidad, no solo de una teoría.

AD: Siguiendo esta línea, hay un momento en el relato en el que cuentas que Susana pasa de ser técnica a artesana. ¿Cómo cambia su rol, y qué transforma eso en la obra y en ella misma?
MO: Susana da tres saltos importantes. Uno de ellos es cuando pasa de ejecutar tareas más bien técnicas a asumir un rol más comprometido con el proyecto. Otro ocurre cuando deja de enviar textos o fotos de sus dibujos en tablas —es decir, cuando deja de reportar solo lo esperado— y empieza a compartir imágenes de lo que realmente está haciendo. Ahí cambia todo. Empieza a mostrar su mirada propia.
Una de las ideas centrales del libro es justamente esa transformación. Para explicarla, propongo una distinción que recorre todo el texto: la diferencia entre pensador e intelectual, por un lado, y entre técnico y experto, por otro. Esto también tiene que ver con por qué decidí no publicar el libro en una editorial académica ni de arquitectura, sino en una de narrativa. Quería que escapara de ese marco. Es un libro hecho de declaraciones, no de argumentaciones ni investigaciones. No busca demostrar, sino plantear.
La figura del intelectual crítico suele trabajar con problemas directos. Son quienes siempre tienen una cita para todo, mezclan ideas existentes dentro del catálogo de citas, autores y referencias y sacan una teoría. En cambio, el pensador propone ideas que no necesariamente son nuevas, pero que no provienen de ese catálogo. Igual que existe un catálogo de materiales, hay un catálogo de pensamientos, y el pensador se mueve fuera de él. Hay arquitectos que son pensadores, y otros más bien intelectuales. Yo me siento más cerca del primer grupo, pero tengo claro que no quiero limitarme al rol del intelectual.
La otra distinción —fundamental para entender el cambio que vive Susana— es entre experto y técnico. El experto es quien ya trae una fórmula. Llega con certezas aprendidas y dice: "esto se hace así, porque así funciona". El técnico, en cambio, entiende el "cómo". Tiene una comprensión profunda del hacer, de la técnica. En esta lógica el experto va de la mano del intelectual y técnico del pensador.
Susana no era experta, pero empieza a convertirse en una técnica, porque aprende a hacer las cosas por sí misma. Su deseo de precisión es lo que la lleva a desarrollar métodos para lograr lo que quería hacer, y hacerlo bien. No es que al principio contara con un conocimiento formal o aprendido: aprende haciendo. Para mí, eso define a alguien técnico: no quien simplemente aplica lo que ya sabe, sino quien inventa el "cómo" para alcanzar lo que quiere lograr. Esa búsqueda la lleva a confiar en su capacidad de resolver, y desde ahí comienza su transformación. Al final de la obra, incluso llega a convertirse en pensadora, cuando enmarca en una foto su propia mirada. Ahí se entiende que completó el proceso. Es decir: pasó de romper, a construir bien, y luego a hacerlo con obsesión por el detalle y la precisión. Y, desde ahí, a mirar distinto. Esa es la secuencia que debería aparecer siempre: de la acción, a la técnica, y de la técnica al pensamiento sobre el resultado. Es una secuencia universal.

AD: ¿Qué papel juega esto de lo universal que mencionas en esa apertura más allá del campo disciplinar, y cómo se conecta con la secuencia de acción/técnica/pensamiento?
MO: La carpeta donde guardaba todo —textos, ideas— se llamaba Universal y era también un posible título para el libro. Tiene que ver con esa tensión entre vigencia y tendencia: hacer cosas que no respondan a una moda o coyuntura específica, sino que sean de siempre. Porque en lo universal hay recursos que no se agotan. Por eso son universales. Esa secuencia —hacer, desarrollar una técnica, y luego saber mirar— ha sido siempre así. Está en la historia de la literatura, la pintura, los oficios. En las biografías de quienes se lanzan a hacer algo enorme: todos empiezan igual, desde abajo, desde el hacer. Tal vez ese sea el sentido último del libro. Está escrito desde la arquitectura, sí, pero con la intención de ofrecer una mirada más amplia y que abarque una dimensión más universal.
AD: En el libro cuentas cómo se daban tiempos largos sin respuestas o novedades. ¿Cómo manejaste esa dinámica de comunicación más lenta?
MO: Fue casi un ejercicio psicológico. Tiene mucho que ver con cómo usamos WhatsApp y con la lógica de la espera, del silencio, de la no respuesta. A veces, simplemente, había que dejar que las cosas fluyeran. De todas las relaciones que he tenido, la que mantuve con Susana fue la más pura y sana, sin toxicidad. Eso implicó medir bien lo que se dice, y saber cuándo responder —o cuándo callar.
El manejo del tiempo, la frecuencia y el tono fueron claves para no ser invasivo y cuidar la comunicación. Fue, de verdad, una relación basada en el respeto. Ese tipo de condiciones permitieron que surgiera una historia especial. El tiempo fue fundamental: no se puede obviar.
Este libro fue posible precisamente porque las condiciones fueron excepcionales. Si hubiese sido una obra convencional, en una situación estándar, quizá no habría salido nada. Lo que pasó fue singular: encontrar a Susana, ese lugar, esos ritmos, esos silencios. Y eso no significa que sea una receta o un manifiesto, sino un relato de algo que ocurrió así. Y preguntarse si algo de eso puede volver a pasar.

AD: Destacas un croquis de Susana como un dibujo "claro, honesto y amable". ¿Qué valor tiene el dibujo que no pueden reemplazarse con palabras? ¿Cómo se relacionan, en tu forma de proyectar, el dibujo y la narrativa?
MO: En arquitectura, el dibujo es el medio fundamental para comunicar una idea. Pero no hablo del dibujo técnico, sino del dibujo como herramienta para pensar. Me interesa esa forma de dibujar que no busca ser perfecta ni espectacular, sino honesta. En particular un dibujo de Susana: un círculo casi perfecto. Probablemente apoyó un cubo y giró el lápiz sobre él. Después dibujó varios cubos más, los alineó, y anotó encima las medidas. Ese gesto, tan simple, mostraba una voluntad de entender y de cuidar lo que hacía. Podría haber dicho: "miden tanto y están bien", pero eligió representarlo con precisión. Eso tiene muchísimo valor. En el fondo, el dibujo —cuando es honesto— permite que el pensamiento traspase la realidad. Y si lo vuelves excesivamente complejo, pierde su función: deja de ser una forma de pensar clara.

AD: ¿Cómo se relacionan y diferencian el arte, la arquitectura y la técnica, y qué papel juegan la creatividad y las restricciones en esa intersección?
MO: Yo creo que el arte tiene que ver con el grado de creatividad que una actividad implica. Las llamadas "siete artes" —como la música, la pintura o la literatura— son disciplinas en las que la creatividad desempeña un papel central. Pero también otras áreas, como la filosofía o la medicina, pueden tener una dimensión creativa, aunque no siempre se las considere arte. Lo mismo ocurre con la ciencia: descubrir algo nuevo requiere un gran acto creativo, aunque culturalmente no se suela vincular con el arte. Hay actividades —no necesariamente profesiones— que tienden a ser más creativas que otras. La arquitectura, por ejemplo, muchas veces se asocia con el arte, pero no tiene por qué serlo. Uno puede hacer bien una obra sin sentirse artista. Pero también es cierto que muchos arquitectos viven su práctica con esa intensidad creativa, como si fueran artistas.
Para mí, el arte tiene que ver con ampliar lo que ya existe, con dar saltos, con mirar la realidad desde otro lugar. Si uno trabaja sobre algo ya hecho y no le aporta una nueva perspectiva, hay poca creatividad, y por tanto, poco arte. Muchas veces, la falta de creatividad se disfraza con discursos que intentan hacer pasar por novedoso lo que en realidad es lo mismo de siempre. También influye el observador. Así como hay personas con más oído musical o más formación literaria, también hay quienes tienen mayor sensibilidad o herramientas para comprender lo que se está proponiendo. Todo eso afecta la percepción del arte. Pero en esencia, el arte tiene que ver con eso: con cuánta creatividad se puede incorporar en una acción o en una práctica.

AD: ¿A qué tipo de lector esperabas llegar con ¡Oh, Susana! y qué te interesaba transmitirle?
MO: Quería que lo leyeran estudiantes de arquitectura y también gente en general. Creo que es un libro perfecto para estudiantes, pero también para profesores, para que lo usen como una herramienta, no como un catecismo rígido, sino para que cada uno pueda sacar algo diferente, aunque sea un pequeño aporte. Con eso ya estaría bien.
Yo me puse ciertas condiciones con el libro. Por eso, si te das cuenta, tiene 12 capítulos —podrían haber sido 10 u 11, pero son 12— como una especie de guiño a los 12 trabajos de Hércules. Cada capítulo parte de un verbo, y dentro de cada uno hay cuatro sub-capítulos que funcionan como sustantivos. Esa estructura fue clave: cuando la encontré, pude escribir todo el contenido. Me ayudó a darle forma, a ordenar las ideas. Fue como establecer una gramática interna: sujeto, verbo, predicado. Incluso decidí que no habría paréntesis en el libro. Todo tenía que ser directo, sin aclaraciones al margen. No hay —o hay muy pocas— oraciones subordinadas. Todo está escrito en párrafos claros, directos. Eso también lo tomé prestado, un poco copiado de Carrère. Hay una cultura literaria que uno va absorbiendo y que inevitablemente influye. Y creo que una de las cosas de las que más orgulloso estoy es, del significado del libro, sí, pero sobre todo de cómo está escrito.




